Tras su larga y fructífera estancia en el continente americano, España entera espera con impaciencia la reaparición de Amalia Molina. El reencuentro con su público tiene lugar en agosto de 1910 en el teatro Parisiana de Madrid, con motivo de un festival benéfico de ópera, zarzuela y variedades, en el que la sevillana comparte cartel con La Argentina y Dora la Gitana, entre otras artistas.
En esta ocasión, el paso de Amalia por la capital es bastante efímero, debido a los muchos compromisos que tiene contraídos en casi todas las regiones españolas: Andalucía, Valencia, las Islas Baleares, Castilla y León, Cantabria, Cataluña… Durante varios meses la artista no para de trabajar.

Amalia Molina (1905)
De teatro en teatro, y de ciudad en ciudad, la Molina cosecha por doquier aplausos, flores y aclamaciones, que no hacen sino confirmar que sigue siendo “la predilecta” de todos los públicos, y especialmente de los más refinados. De hecho, varios miembros de la familia real española se declaran fervientes admiradores de la artista sevillana, e incluso puede vérseles en el palco del Salón Pradera de Valladolid durante una de sus actuaciones:
“Sus Altezas […] se mostraron muy complacidos del espectáculo, aplaudiendo mucho y con entusiasmo a Amalia Molina, acerca de la cual hicieron reiteradas preguntas.
Las canciones andaluzas, y unas soleares especialmente, que cantó esta linda artista por modo exquisito, encantaron sobremanera a la Infanta doña Paz, que es españolísima en sus gustos” (La Correspondencia de España, 17-11-1910).
Una artista modesta y decente
Amalia es una mujer moderna, que compra sus vestidos en París y ha recorrido medio mundo. Posee un par de ojos negros “de un mirar verdaderamente asesino, […] ojos retadores que desafían y cautivan, que seducen y encantan” (La Campana Gorda, 20-7-1911). Sin embargo, nada de ello está reñido con algunas de sus más apreciadas virtudes, como la sencillez y la decencia.
“Amalia Molina sabe que vale, es claro; pero no la domina el orgullo que atrofia nuestra inteligencia y seca nuestro corazón, sino esa amabilidad que la hace ser condescendiente con todos los públicos” (Eco Artístico, 25-8-1912).
La prensa española no duda en elogiar el “repertorio perfectamente moral y de buen gusto” de una artista que “prefiere la sonrisa complaciente de una señora, al galanteo de un don Juan provinciano”, y que “ha tenido siempre la predilección del público elegante, de señoras y señoritas” (El Adelanto, 5-1-1911), por haber convertido “con su talento […] lo que era un espectáculo grosero, [en] un sugestivo y atrayente recreo que seguramente no habría de repugnar la más recatada doncella” (La Información, 15-5-1913).
La receta del éxito
En el terreno artístico, la cantaora y bailaora sevillana es especialmente apreciada por la interpretación de sus garrotines gitanos, farrucas, marianas, malagueñas y granadinas, “con un estilo que para sí quisieran tantas y tantos ‘cantaores’ que se ‘desgañitan’ por esos mundos de Dios” (La Tarde, 3-10-1910).
También llaman mucho la atención sus preciosos trajes, cubiertos de pedrería y combinados con hermosos mantones de Manila.
“La ropa de Amalia Molina es verdaderamente asombrosa; sus trajes son todos de una propiedad y riqueza tan grandes que difícilmente puede señalarse cuál es el mejor.
De mantones de Manila tiene la más notable y costosa colección de cuantas haya en España” (Diario de Córdoba, 17-7-1912).

Amalia Molina con uno de sus trajes regionales
Otro de los ingredientes que contribuyen al éxito de la Molina es su cuidada presentación en escena. Reputados escenógrafos, como el pintor Luis Muriel, son los encargados de crear para ella exclusivos telones-forillo que representan con todo lujo de detalles distintos paisajes o estampas urbanas fácilmente reconocibles, como su famosa vista del río Guadalquivir con la Torre del Oro al fondo.
A lo largo de su carrera la artista llega a reunir casi medio centenar de estos lienzos que, acompañados por una suntuosa decoración de estilo árabe, consiguen transportar al público a distintos lugares y contribuyen a crear la ambientación más adecuada para cada tema.
De hecho, además del cante y baile flamenco, que domina a la perfección, poco a poco Amalia empieza a cultivar las canciones típicas de distintas regiones españolas, hasta el punto de ser considerada la creadora de este género.
La artista sevillana, siempre inquieta y deseosa de aprender e innovar, aprovecha sus giras por provincias para empaparse de las músicas populares e incorporarlas a su repertorio, eso sí, “sin jipíos ni tonterías, sin mixtificaciones de abanicos y panderetas, sin nada de españolada” (Diario de Córdoba, 11-4-1916).
“Al llegar a una región, visita aldeas, asiste a romerías, recibe lecciones de músicos incipientes de la región y éstos la instrumentan y componen canciones del país.
El cuidado con que elige sus canciones y el tino que en ello pone, ha sido causa de que algunos maestros, sorprendidos por tal intuición, dijeran a los compañeros: Ándate con cuidado, que ésta sabe tanto como nosotros” (El Día de Toledo, 15-12-1917).

Amalia Molina (Nuevo Mundo, 3-4-1911)
“[El extensísimo repertorio de Amalia incluye] desde la jota brava y alegre de Aragón y Valencia, a los fados, pravianas y zorcicos del Norte, con las serenas canciones castellanas y las vibrantes seguidillas manchegas, las sardanas y los albaes, y por fin y remate, toda la gama del sentimiento andaluz, en carceleras, tarantas, burlerías, servillanas y soleares” (Andalucía, 1-6-1916).
Ese afán por conocer en profundidad las canciones regionales, ese perfeccionismo, hacen de Amalia una artista realmente única e inimitable:
“Espléndida como mujer, es Amalia Molina, como cantante un caso singular y maravilloso de eclecticismo artístico. Los mágicos arpegios de la tierra andaluza que la vio nacer, los vibrantes cantares aragoneses, la inquieta y chispeante jota valenciana, la rítmica y melancólica tonadilla de los valles astures y gallegos y, en suma, todos y cada uno de los cantos regionales españoles, tienen su más admirable intérprete en Amalia Molina que, a su voz dulcísima y argentina de una fama exquisita, une un supremo dominio del gesto y la expresión, y una tan maravillosa propiedad de transformación para encarnar y vivir la variedad de los más opuestos tipos […]” (La Región, 7-3-1912).
De hecho, la artista sevillana es muy apreciada por dignificar el denostado género de variedades, con su arte culto y español por los cuatro costados:
“Con ser muchos y muy grandes los méritos del trabajo de Amalia Molina, es el principal el ser todo él puramente de la tierra, castizamente español, sin mixtificaciones ni influencias de extranjerismo, ni en sus canciones ni en su indumentaria.
Amalia Molina, como todas las grandes artistas, ha sabido crear un género tan suyo, que difícilmente se presta a imitaciones.
Todo su repertorio fórmanlo canciones típicas de las distintas regiones españolas, que para ella han compuesto nuestros mejores músicos, Serrano, Calleja, Valverde, Quinito Valverde, etc., inspirándose en cantos populares” (Diario de Córdoba, 17-7-1912).

Amalia Molina (La Unión Ilustrada, 14-8-1910)
Una estrella todoterreno
En marzo de 1911, tras varios meses de gira por provincias, la Molina regresa a la capital de España para actuar durante la temporada de primavera en el teatro Príncipe Alfonso. La crítica publicada en el Heraldo de Madrid con motivo de su beneficio permite hacerse una idea de la transformación experimentada por la artista:
“Amalia Molina, cuyos llamamientos a San Pedro pasarán a la historia, ha extendido y afina su repertorio, hasta el extremo de poder codearse con las estrellas de primera magnitud.
Su número resulta, además de artístico, muy interesante, porque Amalia canta canciones típicas de diversas regiones españolas. Domina por igual los jipíos del cante jondo, las melodías asturianas y los sencillos aires charros.
Su presentación es lujosa; luce preciosos trajes y un decorado espléndido de Muriel.
Amalia Molina fue anoche aclamada, jaleada y obsequiada. Hoy se despedirá del público madrileño lanzándole vibrantes saetas” (11-4-1911).
Durante esos meses, la artista sevillana continúa deleitando al público con sus cantes y bailes andaluces, en los que incluye nuevos números, como el pregón del aceitunero. Además, participa en los cuadros de costumbres Pathé Frères y Mirando a la Alhambra, en los que comparte protagonismo La Argentinita y Adela Cubas, entre otras artistas.
El primero de ellos es un espectáculo culto, “sin chistes verdes, […] ni rebuscadas exhibiciones de desnudos”, en el que la polifacética sevillana baila por tangos y tientos sevillanos, además de cantar, “con el gusto que sólo ella posee, una preciosa canción andaluza” (El Imparcial, 2-6-1911). El segundo es un “cuadro verdaderamente español, típico, con ambiente y colorido” (La Correspondencia de España, 19-6-1911), y en él destacan especialmente una farruca y la zambra final.