La famosa historia de la bailarina Pepita Durán y del diplomático inglés que ha circulado estos días por la prensa, ha traído a mi memoria el recuerdo de otra artista coreográfica que aún vive y que gozó de justa fama allá por los años de 1860 a 1866.
Me refiero a la Nena.

Manuela Perea, la Nena (Bacard, 1854)
La Nena que es para mí como para otros muchos un recuerdo de mi juventud, un soplo de brisa perfumada de esa Andalucía en cuyas fiestas, bailes y cantares se conserva aún el reflejo de nuestras costumbres antiguas y características.
Una mañana apareció en los carteles del teatro del Circo de la plaza del Rey, el anuncio de Una fiesta en Sevilla, baile genuinamente español puesto en escena por el maestro Moragas, y en el que tomaría parte la célebre e incomparable bailarina.
Ni una localidad quedó sin vender en el despacho. Paso por alto la comedia que se representó antes del baile y entro de lleno en el relato de éste. Al levantarse el telón aparecían algunas parejas de mujeres bailando al son de un guitarrillo en una habitación tan escueta, tan pobre y vieja, que daba grima. Yo hubiera querido ver en su lugar uno de aquellos patios de los corrales de Andalucía, con sus arcadas medio árabes, sus barandales de madera, sus tiestos de alelíes, su parra que trepa por las columnas y cuyos pámpanos cuelgan como verdes pabellones, y aquí el brocal de un pozo, y más allá las enjalmas de una caballería o los trastos de un apero.
Después que las boleras terminaron su paso, apareció la Nena.

Manuela Perea, La Nena (Victoria & Albert Museum, Londres)
La Nena, tan airosa, tan ligera, tan esbelta, rebosando gracia, derramando sal, pero ¡oh dolor! vestida poco más o menos como una de esas hadas o sílfides de los bailes franceses, que ya por entonces comenzaban a estar de moda. Un traje blanco, todo blanco, muy corto, muy hueco, con muchas gasas, muchas cintas y tules, ésa era su toilette, que toilette debo llamarle.
Tras una corta escena de música, comenzó un ole muy gracioso. Decir con palabras lo que era el ole bailado por la Nena, es punto menos que imposible. Aun viéndola no se comprendía tanta ligereza, tanta, desenvoltura, tanta exactitud en los pasos más difíciles. Luego vino un cambio de lugar y lo que era habitación mezquina transformóse en calle. Los que han visto una calle de Sevilla, una de aquellas calles tan maravillosamente descritas por Bécquer con sus casas de todas formas y tamaños, sus balcones con macetas de flores semejantes a pensiles colgados, sus ventanas con celosías verdes, enredaderas de campanillas azules, sus tapias obscuras, por las que rebosa el follaje de los jardines en guirnaldas de madreselvas, allá en el fondo un arco que sirve de pasadizo, con su retablo, su farol y su imagen, aquí los guardacantones de mármol sujetos con anillos de hierro, en lontananza las crestas de los tejados, los aéreos miradores, los chapiteles de los campanarios y los extremos de mil y mil veletas caprichosas; los que han visto, vuelvo a repetir, una de estas calles, debieron como yo cerrar los ojos y figurársela allá en su imaginación.

Manuela Perea, La Nena (por G. Herbert Watkins, National Portrait Gallery, Londres)
Para fortuna de todos, apenas se operó el cambio cuando la Nena tornó á aparecer. Cuando esta bailarina estaba en escena, no se miraba á la decoración, se miraba á ella, y ella, por más que se ataviase á la francesa, era andaluza de ley, desde la punta del pie al cabello. Lástima que en el paso mímico de este cuadro se recordase más de lo debido la música de las sílfides de la ópera italiana.
Vuelve á sonar la campanilla que anuncia otra mutación y aparece el lugar de la fiesta: uno de esos ventorrillos andaluces, con su toldo á la puerta, sus tapias blancas y su cerca de tableros mal unidos; á donde se dirije (sic) la maja en seguimiento de su amante, después de vacilar un segundo entre los celos y el orgullo. En este cuadro tuvo lugar el paso del velo, paso que yo hubiera llamado de la mantilla, porque blanca o negra, mantilla fue, y mantilla manejada con todo el salero de la tierra de María Santísima, la que sacó la Nena, y tras las blondas de la cual se veían brillar a intervalos sus ojos negros como el azabache.
Después de un corta escena de si me conoces, si no te conozco, la maja que sorprendió á su amante infraganti delito de coquetería, se descubrió airada; pero su ira duró poco, sus celos fueron como aquellas flores del cantar, hoy son flores azules, mañana serán miel.
Y en verdad que el abrazo, señal de reconciliación con su amante, debió ser miel, y miel muy superior a la de la misma Alcarria.

Manuela Perea, La Nena (por R. J. Lane, National Portrait Gallery, Londres)
En este punto comenzó lo mejor del baile.
La Nena, desembarazada de la mantilla, bebió algunas cañas á la salud de los presentes, y comenzó un zapateado de buten. A este zapateado non plus de la gracia y del salero de la tierra, siguieron unas boleras bailadas a la perfección por la Nena y Moragas.
Al comenzar esta parte con que terminaba el espectáculo, todo lo hizo olvidar aquella mujer con su rumbo y su trapío, y su maravillosa e inconcebible agilidad. Se olvidaron las decoraciones, los pasos mímicos, los comparsas vestidos de color de ante, la toilette afrancesada que vestía; porque ella, la Nena, era la encarnación de Andalucía, ella que huye y vuelve, que se repliega sobre sí misma y se crece, que ahora da un desplante que levanta en peso, después una vuelta que aturde y fascina.
Ésa era la Nena, ésa era la Nena, guardadora fiel de las tradiciones andaluzas; de esas tradiciones que comenzaron a perderse hace cuarenta años, y de las que hoy día no queda más que un recuerdo.
La civilización ¡oh! la civilización es un gran bien; pero, al mismo tiempo es un rasero prosaico, que concluirá por hacerle adoptar á toda la humanidad un uniforme.
España progresa, es cierto; pero, a medida que progresa, abdica de su originalidad y de su pasado.

Manuela Perea, la Nena (por Guy Little, Victoria & Albert Museum, Londres)
Los trajes, las costumbres, y hasta las ciudades se transforman y pierden su sello característico y primitivo.
Toledo para los amantes de las glorias y las leyendas de los siglos que han sido, y Sevilla para los entusiastas de las costumbres características de un país, debieran dejárnoslas intactas, siquiera para muestra. Pero no: llegará un día en que Toledo vea por tierra su histórico y extraño Zocodover; un día en que sus calles estrechas, tortuosas y llenas de sombra y de misterio, se transformen en boulevares, vendrá un tiempo en que el pueblo andaluz vestirá con blusa y gorra, como los obreros catalanes, trasunto fiel de los franceses; habrá más moralidad, más ilustración; en vez de reunirse en bulliciosas zambras á las puertas de los ventorrillos, acudirán al teatro; en vez de comprar los romances de los siete niños de Écija, y cantar cantares flamencos, leerán periódicos y tararearán aires de ópera; todo esto es mejor, seguramente, pero menos pintoresco, menos poético; dejad, pues, que mientras se regocija el pensador y el filósofo, lloren su pérdida el pintor y el poeta.
El pintor y el poeta, que sienten no ver salir aún de las antiguas fortalezas, y haciendo crugir (sic) el colgadizo puente con la pesadumbre de un caballo de hierro, al señor feudal que marcha al combate precedido de su pendón de ricohombre y escoltado por su mesnada.
El pintor y el poeta, que desearían ver aún en los desiertos anfiteatros luchar a los atletas desnudos y volar a bellísimas Aspasias con el seno levantado por la fatigosa respiración en pos del premio de la carrera…
Eduardo de Lustonó
Noviembre 1901
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* Artículo publicado en El Liberal de Sevilla el 26 de noviembre de 1901. Ha sido localizado por José Luis Ortiz Nuevo y se encuentra disponible en el Centro Andaluz de Documentación del Flamenco de Jerez de la Frontera.