En los albores del siglo XX, Amalia Molina está imparable. La joven inexperta que llegó a Madrid con una mano delante y otra detrás se ha convertido en una primera figura. Su presencia en los carteles constituye un éxito seguro para cualquier teatro que se precie. Si en la capital es la estrella indiscutible, en provincias se la rifan pues, a pesar del gran número de chicas que luchan por hacerse un hueco en el mundo de las variedades, ninguna puede competir con la sevillana.

Amalia Molina
El público lo sabe y se lo demuestra cada noche, y las empresas que la contratan no escatiman en regalos para la artista que tantos llenos les proporciona. Para muestra, un botón: tras varias semanas de éxitos en el Salón de Actualidades de Cartagena, Amalia es agasajada con un beneficio en el que recibe valiosos presentes:
“La Amalia Molina fue obsequiada con varios regalos, entre los que vimos una preciosa pulsera de brillantes y perlas, una magnífica medalla de oro con la Virgen de la Caridad en relieve […]; tres preciosos ramos de flores y otro de gran tamaño con una monísima muñeca vestida de torero y con una tarjeta que ofrecía un regalo en verso; un bonito estuche con vasos de cristal con el nombre de la beneficiada; un limosnero estilo reina Victoria; un reloj despertador de bolsillo que es una preciosidad, también regalado por la empresa, varias poesías e infinidad de palomas que salieron de diferentes sitios de la sala […].
Todos estos regalos los recibió la Molina en medio de una gran ovación que le tributó el público completamente entusiasmado […]” (El Eco de Cartagena, 30-1-1908).
Una artista con personalidad
El suyo es un arte elegante, refinado y, sobre todo, diferente. La Molina tiene sello propio, algo fundamental para triunfar en un mundo tan competitivo. En su breve pero meteórica carrera, la artista de la Macarena ha aprendido que sobre el escenario todo cuenta, y que el arte, bien vestido y presentado, se convierte en un manjar digno de los paladares más exigentes.

Amalia Molina (Eco Artístico, 15-8-1912)
“La presentación de tan notable artista es la más lujosa que aquí hemos visto, puesto que sus trajes son de una riqueza extraordinaria y están confeccionados con un gusto exquisito, y creemos que ha de tener numeroso vestuario, pues en las tres noches que ha venido actuando en tan favorecido salón, nos ha presentado tres completamente distintos, acompañados de una gran colección de mantones de Manila y capotes de paseo, siendo también la artista que mejor alhajada se presenta” (El Eco de Cartagena, 7-1-1908).
Amalia y sus mantones
Los mantones de Manila son una de las debilidades de Amalia. El primero tuvo que pagarlo a plazos, descontando algunos reales del exiguo sueldo que cobraba en Sevilla. En 1908 cuenta ya con una buena colección de pañolones, que constituyen una de sus señas de identidad y confieren a su puesta en escena un toque de distinción:
“De todos los elementos que hacen atractivo y bello el arte delicado y sobrio de esa bailarina flamenca […] uno de los primeros, más que su cuerpo esbelto y grácil, más que su voz infantil, quebrada a ratos, más que su tipo puro y castizo y que sus ojos y su pelo negros como el ala del cuervo, más que la mayor parte de sus cantos y bailes, y tanto por lo menos como lo mejor de ellos, incluso que las divinas soleares gitanas que entona a veces lánguidas y melancólicas, extrañamente bellas, son sus mantones de Manila, de dibujos pomposos, colores brillantes y largos flecos” (El Noroeste, 13-12-1908).

Amalia Molina, en 1932, muestra el primer mantón que compró
Aunque su situación ha mejorado considerablemente, y ahora puede adquirir todas las prendas y alhajas que desee, la artista conserva con especial cariño aquel primer mantón que tanto le costó conseguir:
“Primero lo compré, luego lo empeñé y luego lo fui sacando poco a poco. […]
¡Mi probe mantón de mi arma!… ¡Cuánto lo quiero!… Pa mí es el rey de toos los mantones, porque con él sobre los hombros resibí los primeros aplausos… Porque él fue testigo en todos mis quebrantos. […]
¡La ma de hambre me recuerda!… Pero yo lo quiero con toa mi arma… Ya lo tengo jubilado sobre la chimenea de mi dormitorio y le paso su pensión… […]
Una alcansía que tiene él suya y en la cual yo todos los días echo algún dinerillo… Cuando se llena la rompo y compro otro mantón que le llamo el mantón-hijo…
[Tengo ya] cinco… Pero ninguno es tan señó como el padre. En las grandes solemnidades y en mis beneficios lo saco pa que no se enfade” (Nuevo Mundo, 23-3-1917).
Dos mujeres sobre el escenario
Durante meses, Amalia Molina comparte cartel con la genial guitarrista Adela Cubas. Ambas forman un tándem perfecto y “difícil de imitar, por su mucho mérito y original finura” (El Eco de Cartagena, 25-1-1908); una rara estampa, si la miramos con los ojos de hoy, si bien en aquella época no resultaba tan extraño ver a una mujer acariciando las cuerdas de la bajañí.
La Correspondencia de Alicante publica la crónica de una de sus actuaciones. Aunque es un poco extenso, consideramos que el texto no tiene desperdicio, pues permite captar bastante bien el ambiente, así como las reacciones -no siempre respetuosas- del público:
“Adela, con sus dedos suaves, arranca de la guitarra una armonía que alegra; pespuntea luego ligando las notas, y Amalia, sentada junto a ella a su derecha, que es el puesto de la cantaora, entorna sus ojos, de los que salen rayos del sol de Andalucía, tose con esa gracia picaresca que dice la copla y, sonriendo, lanza un suspiro que hace estremecer a los cuerpos.
Adela sigue pespunteando la guitarra; redobla con un acorde lleno de vida, se pierden los sonidos y de la garganta de Amalia sale la nota cadenciosa de las graciosas soleares, diciendo:
¡Cómo quieres que yo cante!
– ¡Olé lo bonito y lo bueno! – dice uno del público.
– ¡Canta hasta que yo me muera de tanto quererte! – dice otro, en tanto que Amalia se sonríe y sigue cantando.
¡Cómo quieres que yo cante!
si hasta mi pobre guitarra
llora lágrimas de sangre.
– Enjuaga ese llanto, niña, que van a creer que la has herío con tus pestañas.
Amalia le envía una sonrisa de simpatía: una de esas sonrisas que las artistas están obligadas a enviar a los públicos, y Adela, encariñada de su guitarra, sin pensar más que en ella, la hace que arranque con sus sonidos lamentos impregnados de pasión, frases que emanan los sentimientos de su alma, y sin darse cuenta llega a confundir los sonidos del instrumento con el murmullo del público, que poco después prorrumpe en una ovación de entusiasmo para la artista.

Amalia Molina
Y a Amalia, que siente, se le hacen largos los momentos que tarda en lanzar al aire su copla para que mezclada con las notas que Adela arranca a su guitarra, muestren los sentimientos de aquellas dos almas que cantan a dúo sus tristezas y alegrías.
La guitarra da el alerta, levanta la cantaora su mirada al cielo y dice:
Hasta la cruz d’un puñal
clavaíto en las entrañas.
– Olé lo que tú vales – dice uno – que si te tuviera a la vera mía, iba a ser más feliz que la cocinera de un viudo.
– No quisiera más que ser tu armario de luna – dice otro.
Y ella repite cantando, fija ya en alguien:
Hasta la cruz d’un puñal
clavaíto en las entrañas
por estar queriendo a dos
y a mí solita me engañas.
– Malasangre – grita un gachó del público dirigiéndose al que Amalia miraba y dándole un papirotazo.
– ¡Qué es esto! – dice el lesionado.
– Usted es un idiota.
– Yo, ¿por qué?
– Y un mal hombre.
– Me está usted faltando.
– Se atreve usted a engañar a una mujer que vale en junto tres universos seguidos.
– ¡Yo no engaño a nadie!
– ¡Canalla!
– ¡Morral!
– ¡Sinvergüenza!
– ¡Pim!
– ¡Pam!
– ¡Pum!
Se arma un broncazo enorme. Acuden los guardias. Amalia y Adela contemplan aquel cuadro sin darse cuenta exacta de lo sucedido.
El público grita: ‘¡Fuera! ¡Fuera! ¡Que encierren a ésos!” (La Correspondencia de Alicante, 25-5-1908).