Como ya hemos mencionado, era tal la personalidad y la fascinación ejercida por Concha la Carbonera sobre quienes tuvieron la suerte de admirarla en persona, que la impronta de su arte permanecía viva años después de su paso por cualquier escenario.

Concha la Carbonera
Así, en 1888 el periodista Federico Rahola aún recuerda con nitidez las peteneras cantadas por Concha años atrás en Barcelona, cuando el flamenco vivía un momento de gran esplendor en la Ciudad Condal:
“… En nuestros cafés cantantes figuraban las primeras cantaoras y los mejores guitarristas de España: Paco el Gandul entusiasmaba el público con sus primorosos rasgueos de guitarra; Concha la Carbonera deleitaba a todos cantando peteneras; la Cuenca enardecía las pupilas con sus voluptuosos movimientos en el baile y Juan Breva, por último, producía apasionados arranques en la multitud con sus jipíos melancólicos…” (La Vanguardia, 1-2-1888).
Concha en la ficción
Un año más tarde, el escritor Armando Palacio Valdés también nos ofrece una bella evocación del arte de Concha en su novela La hermana San Sulpicio. Tras una entretenida escena de juerga flamenca en la que intervienen unos señoritos y varias artistas, el autor se recrea en el baile y el cante de La Carbonera, a la que presenta ataviada con traje de percal, pañolón de Manila y flores en la cabeza:
“Primo comenzó a preludiar un tango. Todos se sentaron formando corro. La Carbonera, sentada también, olvidada del descalabro, inició allá en las profundidades de la garganta un canto que tenía mucho de salmodia:
Con sentimiento profundo
voy a nombrá
un torero que en er mundo
no tuvo rivaliá.
Por su arte y su bravura
era el rey de los torero,
por su elegante figura
se paesía ar Chiclanero.
La voz era ronca, aguardentosa, desagradable; el sonete, lúgubre.
De pronto se levanta, me arranca el sombrero de la cabeza sin mirarme, salta al medio del corro y se lo pone. Comienza una serie de movimientos con las caderas, con el pecho, los brazos, la garganta, con todo menos con los pies.

Concha la Carbonera (izq.) -¿será ella?- junto a otra artista (Foto de A. Esplugas, ANC)
— ¡Olé la Carboneriya!—gritaron dos o tres.
La Serrana y Lola siguieron:
Para España su nombre es tan grato,
que er nombrarlo nos causa plaser;
como Antoñito Sánchez, er Tato,
denguno ha imitao el volapié.
¡Qué lástima de torero!
Será eterna su memoria.
¡Mardito sea asta aquer toro
que le ha quitao al arte su gloria!
Concha se había despojado del sombrero y hacía con él mil gestos y cariocas, ora poniéndoselo, ora quitándoselo. Luego que se hartó de mover su cuerpo flexible con ondulaciones de vara verde agitada por el viento, de echar los brazos atrás y adelante, levantarlos y bajarlos, se dejó deslizar sobre la arena con movimiento imperceptible de los pies. Anduvo así formando un círculo por delante de nosotros, rozando nuestras rodillas.
Al pasar cerca de mí, me puso el sombrero y dijo sordamente:
— Grasia, senificante.
Volvió de nuevo al centro del corro, y volvieron los movimientos a pie firme. Lola y la Serrana seguían cantando nuevas coplas, todas referentes a toreros más o menos difuntos. Los barbianes jaleaban a la bailaora, prodigándole mil epítetos extravagantes.
[…] Concha taconeaba fuertemente sobre el suelo, levantando polvo, restregando los muslos, las manos en las caderas, dejando inmóvil el torso. Su mirada se iba tornando de maliciosa en lúbrica. Una sonrisa vaga, delatando el cansancio y el vicio, se esparcía por sus facciones marchitas. El taconeo llegó a su período culminante, y de allí a debilitarse, hasta morir en suave, imperceptible agitación de los muslos. La bailaora, en términos técnicos, se quedaba dormía, con íntimo gozo de los espectadores, que la jaleaban vivamente. Parecía una estatua, la estatua de la impudicia.
La bailaora despierta, al fin, de su inmovilidad, con leve vaivén de las caderas, que se va acentuando, acentuando, hasta convertirse en desenfrenado movimiento de rotación, conservando, no obstante la fijeza en el resto del cuerpo. Este era el supremo toque de la voluptuosidad, al parecer, porque al llegar aquí los barbianes de la reunión quisieron volverse locos.
—¡Viva tu sangre, chiquilla!—exclamó el Naranjero—. ¡Vivan las mujeres castisas! Al estante nos vamos a beber una cañita, ¿verdá, prenda?… ¡Viva tu mare, que tengo para ti en er borsiyo un biyete de la lotería pasá!
La estatua sonrió, sin perder su inmovilidad ni suspender aquella impúdica rotación que a los otros tanto alegraba y a mí me causaba profunda repugnancia. Súbito hizo una pirueta, pateó el suelo tres o cuatro veces con furor, y vino a sentarse tranquilamente, entre los olés y los aplausos de la reunión…”
Evocación de una noche en El Burrero

Grabado que acompaña al artículo de Salvador Rueda en Blanco y Negro (7-2-1892)
En 1892, el periodista y poeta Salvador Rueda nos regala otra pincelada del arte de Concha, en un artículo que lleva por título “El Zapateado” (1), que nos traslada a una noche cualquiera en el Café del Burrero:
“… la nunca bien palmoteada bailadora de flamenco que se taconea y brinca en El Burrero de Sevilla, a la cual bailadora llaman Concha la Carbonera en la ciudad de la Torre del Oro.
Concha es por sí y ante sí doctora en coreografía popular; tiene como hasta diez y ocho años, que diz es cuando se abren las rosas en clase de mujer, y pone cumbre y punta a su persona con una viva primavera de cuanto Dios crió, sin contar con la mata de pelo que sirve de tierra a lo dicho, y que cuando la suelta, es una inundación de ondas la que hay en Sevilla.
Concha es, ni pizca más, ni pizca menos, lo que se llama una paloma… en punto a comérsela, pues sobre su talle, de los de rumbo y precio, donde lo cernido y lo menudamente andado suspenden hasta el delirio, va puesta a los cuatro vientos una cara de lo más característico en el género, con dos ojos que relampaguean homicidios, y una encendida boca sólo comparable así como a canuto de canela.
Sobre el sonoro tablado, donde personas de su misma laya tocan las palmas en su honor, Concha hace su salida de sorpresa, y se expone a cuantos ojos quieran mirarla, seguido a lo cual, tira a uno y otro hombro las puntas del mantón de Manila, da acto continuo a la primera de talón con la segunda de puntera, ondea como banderas los brazos, cierne la pulquérrima persona con temblequeos de cintas y de flecos, y queda en la plenitud y sacerdocio del baile.
Enrejadillos de notas y dales que le darás de uña, a prima y acompañantes, llevan toda la fatiga del asunto al mismo punto y centro, donde a al vez caen palmas, jipíos y dolores, y es el punto y hora en que la inspiración hace a Concha lanzar suspiros por lo bajo, y empieza ésta las manipulaciones y requilorios de muñeca, los trazos y contoneos de izquierda a derecha y viceversa, y toda la zambra, tremolina y circunstancias del zapateado, que ella arrastra, lleva, trae, mueve y zarandea con repicadillo de contrafuerte y golpes de puntera, endiosando el rostro y arrojando infundios y donaires de la persona, y esgrimiendo los ojos sobre la concurrencia como dos llameantes espadas.

Café El Burrero de Sevilla (Beauchy)
… Y mientras truena este laberinto de exclamaciones, Concha va y viene cumpliendo todas las demandas, ya poniendo unas banderillas a los pliegues del aire, ya llevándose la mano a la mejilla para entonar el pregón del pescado; bien pisando, llena de melindres, la araña; ahora imitando al gallo en sus desplegamientos de alas; tan pronto diciendo que ‘lleva la roza, la mozqueta y las florez de tooos colorez’, y siempre intercalando al repertorio de habilidades, repiques primorosos, yendo serenamente hacia atrás, corriendo luego hacia adelante, haciendo desgoznes de caderas, y sosteniendo, siempre imperturbable sobre su peinado, un airoso chambergo pedido a un circunstante, que es como el noble y glorioso birrete del doctorado.
Las palmas aumentan; las voces se multiplican; los términos y dicharachos se cruzan como los cuchillos en una refriega; el zapateado es más vigoroso y rápido; el baile va a terminar.
Ya lo anuncia el tocador con la guitarra; ya llega; las manos se unen; las voces se juntan… ¡Ya!” (Salvador Rueda, Blanco y Negro, 7-2-1892).
¡Quién tuviera una máquina del tiempo para viajar, aunque fuese una noche, a ese tablao y dejarse embriagar por el duende de Concha la Carbonera!
…
NOTA:
(1) Este artículo es una nueva versión, con pequeñas modificaciones, del publicado por el mismo autor con el título “La bailaora de café” en el diario El Defensor de Granada, el 5 de junio de 1886.