A Rosario Núñez, in memoriam
A Dioany y José Luis, por compartir su legado
A Pedro y a la Sociedad Pizarras & Flamendro, por hacer posible el encuentro
Desde muy pequeña tuvo clara su vocación y luchó por su sueño. A los siete años se escapó de casa con una troupe de artistas ambulantes; antes de cumplir los catorce se subió a las tablas del Imperial, en su Sevilla natal; y al año siguiente armó un lío grande cantando saetas en la Plaza de San Francisco.
La niña valía y el éxito le vino rodado. Recorrió pueblos y ciudades de la península y el norte de África, y en la primera mitad de la década de los veinte ya había conquistado el Romea madrileño, conocido como la catedral de las variedades, y contaba con varias decenas de grabaciones en el mercado.
Como muchas artistas de su tiempo, era enormemente versátil. Sus excepcionales cualidades vocales e interpretativas le permitieron cultivar un amplio repertorio de estilos, desde las canciones y cuplés, hasta los aires regionales y el cante flamenco; además de bailar y tocar con virtuosismo las castañuelas.
Entre 1929 y 1930 participó en tres grandes éxitos teatrales, que incrementaron aun más su popularidad: las comedias líricas La copla andaluza y El alma de la Copla, de Quintero y Guillén, que se llevaron a escena respectivamente en los teatros Pavón y Fuencarral de Madrid; y el cinedrama La hija de Juan Simón, de Sobrevila y Granada, que fue estrenado en el Teatro de la Latina.
En estas obras, además de conquistar al público con su cante, se reveló como una solvente actriz y, a rebufo del éxito obtenido, registró otro medio centenar de cantes. Muy del gusto de la época que le tocó vivir, en su discografía abundan los fandangos, seguidos de estilos como las malagueñas, milongas, guajiras, colombianas, saetas y granaínas; y, en bastante menor medida, los cantes de compás, entre los que destaca una seguiriya monumental.
En 1933 le ofrecieron un contrato para hacer las Américas y lo que comenzó como una gira se convirtió en un exilio eterno. A Sevilla ya solo la ataba el dolor por la trágica desaparición de su familia, víctima de la barbarie anti-republicana, y los hechos que se sucedieron después hicieron imposible su regreso.
Una vez más tuvo que reinventarse, y no sería la última. La primera etapa de su periplo americano transcurrió en Argentina. Triunfó en los principales teatros de Buenos Aires -Mayo, Avenida, Maravillas…- junto a una compañía que se hacía llamar “Postales españolas” y comenzó una exitosa carrera en el medio radiofónico. Durante años su voz entró en los hogares de millones de latinoamericanos, que abarrotaron los teatros para ver en carne y hueso a su admirada estrella.
Recorrió distintas ciudades argentinas, entre ellas Córdoba, donde fue consagrada artísticamente por la gran Amalia Molina; y su fama pronto se extendió a los países vecinos. Durante largas temporadas trabajó en Uruguay, Chile, Brasil, Perú y Ecuador, compaginando siempre sus actuaciones escénicas con su intensa labor en las ondas.
Generosa y comprometida, durante los años de la guerra civil organizó numerosos festivales destinados a recaudar fondos a beneficio de los huérfanos de la España republicana, y colaboró desinteresadamente con cuantas instituciones se lo solicitaron.
En 1941 recaló en Cuba, adonde llegó convertida en una gran estrella. Dan fe de ello las abundantes entrevistas que concedió a distintos medios, su lujosa presentación, así como las cartas y poemas recibidos de sus muchos admiradores. Allí trabajó durante meses en la cadena CMQ como artista exclusiva de un programa patrocinado por la tabaquera Regalías El Cuño. También actuó en el Teatro Nacional de La Habana y viajó a Tampa para intervenir en la Verbena del Tabaco.
Puerto Rico, México y Venezuela fueron sus siguientes destinos. En Caracas nació su único hijo y volvió a cambiar el rumbo de su vida, cuando decidió abandonar a su marido y representante tras sorprenderlo en flagrante adulterio. Se instaló en Buenos Aires y volvió a comenzar de cero.
A principios de los cincuenta viajó en varias ocasiones a Perú, mas no tardó demasiado en llegar su declive físico y artístico, a causa de su frágil estado de salud y de la escasez de contratos. Pasó momentos difíciles, viviendo en un mísero cuartito, hasta que su hijo José Luis pudo empezar a aportar algo de plata al hogar. Él se ocupó de que no volviera a faltarle de nada, la cuidó hasta el final y ha conservado como oro en paño su legado.
Rosario no pudo dejarle dinero ni propiedades, pero sí unos valores, como la disciplina en el trabajo, y un valioso archivo fotográfico y documental que ella misma se encargó de recopilar durante toda su vida en América. Hojeando los cientos de páginas que lo componen, observando las incontables fotografías y los abundantes recortes de prensa de distintos países, no puedo sino sonreír ante la audacia de esta mujer valiente, que se resistió a caer en el olvido y que además tuvo la satisfacción moral de sobrevivir al dictador, aunque fuese apenas un mes.